La eterna dicotomía entre el placer y el dolor condiciona nuestra existencia desde el origen de todo. Cualquier animal aprende siempre bajo estas dos certeras premisas. El hombre no escapa al influjo atractivo del placer y busca la fuga permanente de aquello que le suscita el sufrimiento.
Es difícil separar la causa del origen. Y también resulta complejo entender que lo simple de este condicionamiento bipolar escapa, casi siempre, a nuestra percepción inmediata. Sucumbimos al placer de lo absurdo como si el dulce laberinto de lo complejo no fuese visible a los ojos del profano.
El alma se construye de pequeñas complejidades entrelazadas. Recuerdos y sentimientos impregnados de sentido en nuestras vidas nos muestran luces de un pasado que nos reconforta en ocasiones, pero también puede torturarnos. Las herramientas de la mente nacieron por sí solas, o no, en un ambiente demandante; una alarma permanente para saber por dónde debemos transitar y cómo hacerlo sin perder mucho en el camino.
Ahora, cuando han pasado tantos milenios de evolución desde el origen, la trama es más compleja aun de lo que podemos vislumbrar. El corazón se enfrenta a sentimientos cuyo origen no termina de entender. Querer comprender todo el ciclo desde el comienzo requeriría varias vidas de profunda introspección, pero el libro insiste en señalarnos una ruta factible. Una hoja más de sentido para escapar del aparente absurdo de nuestra confusión evolutiva. Nos invita a que dejemos de algún modo de lado a la sabiduría, a la inteligencia, a la benevolencia, a la rectitud, a la industria y al interés.
Es aquí donde sentimos que el libro parece haber envejecido. Seguimos siendo los mismos humanos de hacer 3.000 años, pero navegamos un mar descomunal de complejidades creadas. Apenas podemos distinguir lo natural de lo inducido. Nos educa el sistema para que sustentemos objetivos que no son realmente trascendentes. Todo es industria e interés sustentados por una inteligencia a la que poco importa la sabiduría, la benevolencia o la rectitud. La comunidad se ha despedido de sus valores confundida ante la muerte de lo divino y sufre su triste, pobre y equivocada sustitución ideológica.
El alma se escapó de la quema del sentido y vive escondida en los escombros de nuestro intelecto condicionado. Para sobrevivir ahora no basta con la simplicidad interior, debemos saltar de piedra en piedra, de arista en arista en una lucha por sobrevivir plagada de sublimes y arrogantes perspectivas.
La luz de una pantalla ilumina nuestras noches, mientras la paz del corazón se evapora entre huesos que no aguantan ya la vertical cuando el día nos derrota. Estamos a un paso de la extinción si no dejamos florecer de nuevo la esperanza de algo más que la materia y sus ilusiones.
Sin Dioses que expresar en nuestros actos, el Dao se va perdiendo entre pequeños fragmentos de placer inmediato que no permiten al espíritu endurecer sus silencios. El tiempo va tan deprisa, que apenas podemos refugiarnos en fragmentos retardados de él para escapar de nuestra propia persecución. Es el ansia impuesta la premisa que nos invade la mente y desmonta la resonancia del corazón dilapidado. Es el momento en el que tenemos que establecer una nueva forma de bondad, de rectitud y de justicia en las que la inteligencia y la sabiduría soporten todo el mar de contradicciones creadas por un foco puesto en los meros bienes materiales.
La modestia, la simplicidad interior, la reducción de intereses y el deseo único de dar sentido «espiritual» a todos y cada uno de nuestros actos deberían ser las propuestas adaptadas a nuestro tiempo.
La complejidad creció demasiado para seguir teniendo la esperanza de que las cosas, por sí solas, van a alejarnos del dolor y acercarnos al placer. Vivimos en un juego de rápidas y cortas alternancias de ambos extremos, lo suficientemente para que vivamos ajenos a esta eterna dicotomía sensitiva.
La prisa, aliada de este maligno proceso, es la heredera del infierno que los antiguos nos anticipaban. Una quema constante en un fuego que destruye, y a la vez permite vivir para mantener intacto y permanente el sufrimiento. Este sufrimiento camuflado se convierte así en la herramienta perfecta del mal. Un proceso que nos empuja avanzando hacia el desastre en busca de un atisbo, aunque efímero, de toda forma de placer.
Combatir este infierno, este mal, se ha convertido en emergencia. Es el momento de unificar lo puro y bello del ser humano introduciendo dos nuevas premisas en esta ecuación milenaria: «generosidad verdadera» y «sinceridad absoluta». La advertencia se susurra discreta entre palabras que buscan, como chispas, prender la llama de la sabiduría real de lo humano. Ese será el fuego de la vida que permitirá distinguir la verdad de la mentira y el dolor real del placer eterno que nos corresponde como espíritus divinos que, de un modo u otro, estamos destinados a ser.
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