Violencia social, artes marciales y evolución
«Una vez que tenemos una guerra solo hay una cosa que hacer. Debe ser ganada. La derrota trae cosas peores que cualquier otra que pudieran suceder en la guerra.»
Ernest Hemingway
Las culturas orientales han sobresalido en el desarrollo de sistemas y modelos marciales «civiles». Son un claro ejemplo de cómo lo militar, lo religioso, lo filosófico, lo civil, lo médico, lo político y lo humano, en su conjunto, pueden aparecer aglutinados en una única expresión artística que va mucho más allá del campo de batalla o de la mera defensa personal.
La brusca transformación de Jutsu a Do de las artes marciales japonesas pone de manifiesto un cambio de concepción sobre un fenómeno habitualmente reservado a una casta concreta, militar fundamentalmente. Este paso de lo militar a lo civil no siempre se ha entendido correctamente, ni ha sido un fenómeno de similares características en todos los países que hemos analizado.
Sigue prevaleciendo una idea equivocada de las propias transformaciones que han sufrido las artes marciales a lo largo de su historia. Este paso de lo militar a lo civil es calificado por algunos como una degeneración de algo que era, fundamentalmente, un arma para entrenar a los soldados y darles mayor efectividad en el combate. Esto, como casi todo lo que se vende respecto al mundo marcial, parece una verdad a medias que debe ser investigada y aclarada.
Insisto en que la transformación de la práctica marcial militar hacia un modelo integrable en la vida civil, o como camino guía para la vida, ni ha sido igual en todas partes, ni ha obedecido a los mismos condicionantes transformadores.
En China, al igual que ha ocurrido en el resto de los países orientales, los diferentes sistemas marciales han sobrevivido adaptándose a las circunstancias históricas de cada época. Lo han hecho intentando dar respuesta a muchas de las cuestiones que la propia transformación social ha ido provocando en su oportuno ecosistema artístico.
En el caso de China, en su particular constitución militar ancestral, era muy lógico que los soldados que se reintegraban en la vida civil tras las contiendas mantuviesen vigentes elementos de su entrenamiento marcial; quizá lo hacían como una forma de garantizar su seguridad personal o la de su clan.
Otros, se integraban en cuerpos privados de seguridad, guardaespaldas que daban cobertura a las numerosas rutas comerciales por las que transitaban las caravanas mercantiles chinas. Estas campañas comerciales eran sistemáticamente atacadas con gran violencia por bandas de ladrones o piratas que hacían del saqueo una forma de vida.
Es así como los guardaespaldas jugaron un papel muy importante en esta transfusión progresiva de las artes tradicionales de combate a entornos civiles. Se desplazaban por todo el territorio y entraban en acción con bastante asiduidad en el marco de sus funciones de guardia, lo que hizo que mantuvieran obligatoriamente vigentes los potenciales combativos de sus estilos.
Los generales militares solían mantener sus modelos de formación militar en sus propios clanes y guardias privadas. Debemos recordar que los señores de la guerra estuvieron vigentes en China durante extensos periodos de tiempo y eran portadores, quizá no muy honorables, de un legado mucho más antiguo que sus propios clanes. Otros soldados retornados se limitaban a formar a sus propios familiares para salvaguardar el patrimonio familiar y su propia seguridad personal.
Este crisol de elementos mantenía vivas y en plena vigencia muchas de las técnicas que aparecen en los estilos que conocemos actualmente.
Por otro lado, la relativa intervención de los monasterios en la política y en la defensa militar de algunos territorios, incluso sobre sus propias posesiones, también decantó núcleos de desarrollo marcial al ámbito monástico de las diferentes sectas religiosas, tanto budistas como daoístas, diseminadas por todo el país.
Además de sus vínculos políticos en muchos casos, los monasterios eran lugares relativamente seguros y sirvieron de refugio a importantes artistas marciales, soldados o generales de cada época histórica. De ahí que muchos monasterios fuesen vistos como verdaderos focos de rebelión o como escondites temporales para militares perseguidos por las diferentes dinastías en el poder.
De algún modo, aun fuera del entorno castrense, la violencia ha seguido existiendo en la vida civil ordinaria y las artes marciales siempre han estado aportando respuestas a sus cuestiones más trascendentales. Quizá porque la vida civil ordinaria no está exenta de una violencia que también se ha sabido adaptar a las circunstancias. Lo ha hecho transformándose en formas mucho más sutiles y aparentemente desapercibidas de expresión humana.
Descartar la violencia, negarla o revestirla de un halo de maldad inhumana no es el mejor camino para trascender el aspecto más animal del ser humano. En nuestra esencia primitiva nos vemos presionados internamente hacia la reproducción y hacia la supervivencia. Una pulsión que ha garantizado, a lo largo de nuestra historia, un presente continuo y una trascendencia futura. La importancia de los apellidos, de la familia, de los clanes y las naciones son extrapolaciones de nivel sobre la necesidad del ser humano de continuar existiendo durante un tiempo y un espacio indeterminado.
Las artes marciales, en su versión civil y como camino de vida, son una propuesta evolutiva para superar este pensamiento limitante e inefectivo que niega las realidades de la violencia presente en todas partes. Estamos cansados de ver filosofías o religiones que predican la paz y que luego incurren en terribles actos de violencia que suelen justificar de mil formas contradictorias.
La práctica marcial nos muestra esta realidad en primera persona. Nos enseña que todos somos potencialmente violentos cuando las barreras de contención que hemos elaborado con nuestra propias creencias y valores son derribadas. La injusticia aparece casi siempre como el gran detonante que precipita estas barreras y deja fluir las aguas de la ira en actos deplorables o difícilmente justificables desde la razón.
Esto lo entendieron muy bien los maestros que decidieron convertir la práctica marcial en un camino de vida en dirección al equilibrio, abordando la esencia del problema sin negarlo, ni eludir las consecuencias de su estudio.
Valores, capacidad, inteligencia, estado de alerta y sinceridad absoluta, entre otras muchas virtudes, han permitido a las artes marciales desarrollar un cuerpo unificado de elementos que, correctamente conjugados y sin dogmatismos, pero aplicando altas dosis de inteligencia, garantizan una vía para trascender la brutalidad animal que anida en lo más profundo de nuestra psique.
En la práctica marcial se intenta reorganizar internamente los elementos de auto control, las estructuras de valores, el sentimiento de potencial y los conocimientos suficientes para sentir la capacidad de hacer frente, sin miedos innecesarios, a los grandes retos de la vida.
Educar sobre esta violencia parece un contrasentido insoportable para aquellos negacionistas de lo evidente. Personas que debaten de forma acalorada intentando negar lo que ellos mismos expresan con su ímpetu en las discusiones.
La violencia está impresa en nuestra naturaleza, es permanente y, quizá lo más preocupante, está siendo ocultada y negada por una sociedad infantil e irresponsable que ha optado por mirar a otro lado y sorprenderse de nuevo al girarse. Una sociedad narcotizada y decaída en la comodidad y la búsqueda permanente de un confort que debe ofrecerse de forma gratuita a todo el mundo.
Los maestros nos avisan de los peligros de esta negación, de caer en un buenismo estúpido que racionaliza e intenta dar cuerpo a una teoría externa e ilusoria de algo profundamente interno y real. Sólo podemos superar nuestra violencia si la entendemos, si la conocemos, si la aceptamos y si llegamos a comprender cómo podemos eludirla desde una posición de poder.
Ganar este poder significa que tenemos que iniciar un viaje muy profundo, doloroso, complejo y agotador hacia el centro de nosotros mismos. Un viaje en el que tendremos que oír antes de hablar, pararnos antes de ir con todo, sentir antes que imaginar y trabajar intensamente antes de desear un descanso que debemos realmente ganarnos. Tenemos que viajar a nuestro pasado para construir nuestro futuro integrando elementos y comprendiendo su origen y los motivos que dieron lugar a ellos.
Las artes marciales tradicionales son ahora más importantes que nunca. Sus valores, sus proclamas y sus métodos, bien abordados, permiten al individuo fortalecer su cuerpo, su mente y su espíritu trascendiendo la animalidad incontrolada a la que podemos llegar cuando nos negamos la realidad. Lo hacen permitiendo aflorar la energía sutil que contiene estas emociones y recuerdos en forma de sombras mentales y nudos físicos que hacen que nuestra vida sea lo más parecido a una obra de teatro improvisada llena de dolores desconocidos.
Quién no crea esto solo tiene que echar un vistazo a las guerras en activo del último año, a los asesinatos cometidos en las ciudades y pueblos, a los crímenes políticos y sociales ejecutados desde los diferentes países. Muchos de estos países que proclaman la paz y el fin de la violencia en sus sociedades siguen manteniendo la pena de muerte como solución a un problema difícilmente asumible en su discurso.
Podemos salir de esto practicando de forma sincera las artes marciales. Debemos estudiarlas, comprender su mensaje y abordar su visión de camino para la vida. Un camino sincero, valiente y decidido hacia la trascendencia a nuevos niveles superiores del concepto de humanidad.
Un camino que no descarte la realidad de la violencia con un claro y único objetivo: tomar las riendas equilibradas de nuestros actos, pensamientos y pulsiones para ganar una vida plena, segura, sana y feliz.
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