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EL DESPIECE DE LAS ARTES MARCIALES. K-Friday 1



«EL TODO ES MÁS QUE LA SUMA DE LAS PARTES»

Aristóteles


Ya hemos hablado en varias ocasiones del concepto de «funcionalidad» en la práctica marcial tradicional. Creo que es importante definir con claridad a qué me refiero con «tradicional» y qué hay antes y después de esta palabra en la realidad que nos ocupa.


Las artes marciales, en general, no escapan a las influencias de una sociedad de consumo cada vez más educada en la diversidad de la oferta comercial. Los diferentes sistemas de entrenamiento no dejan de verse como un producto más cuyo enfoque se ha diversificado ampliamente, quizá para captar más clientes de un espectro poco amigo de los modelos realmente integrales. ¿A qué me refiero con esto?


Encontramos sistemas basados en la defensa personal, otros enfocados en el mantenimiento de la salud, algunos vinculados a la práctica artística o deportiva; otro gran segmento es el competitivo/profesional que se distancia progresivamente del espiritual e «integral» (en este caso «integral» significa claramente otra cosa diferente a mi primera apreciación, es decir, incienso, budismo, cánticos, meditación, etc.).


Hemos destrozado el corazón integral de la práctica marcial para poder abarcar todo el espectro de posibles intereses, intentando evitar con ello las incompatibilidades de enfoques que pueden surgir de una práctica que puede enseñar a sacar un ojo a un oponente y, a la vez, exigir los más altos valores morales.


Entender lo integral es complejo, exige una amplitud de miras difícil de encontrar en una sociedad cada vez más polarizada. Lo vemos en la política, en la educación, en la religión y en cualquier aspecto actual que sometamos a la lupa de la reflexión. Avanzamos, pero polarizando más que integrando.


Son paradojas de una realidad multifactorial, que incrementa los nichos de mercado en los que pueden encajar las artes marciales, aunque para ello sacrifica sus principios fundamentales de integralidad y eficacia.


Ahora todo se invierte y nos encontramos con anomalías como la de los retos de luchadores de MMA a maestros de Taijiquan que se desmoronan al primer golpe. También nos encontramos con presuntos iluminados que pretenden extender su influjo a miles de descerebrados, o abonados, que siguen creyendo que a base de meditar se convierten en luchadores, por la paz; todo ello sin una simple mirada a la rabia interior que toda esta falta de expresión natural les genera.


Nos venden sistemas de base RBSD que presuponen que las artes marciales tradicionales no surgieron para hacer frente a una realidad infinitamente más cruda y peligrosa que la que tenemos en nuestra sociedad, de momento. Queremos reinventar lo ya inventado, pero sin integrar ni uno solo de los elementos que le confieren a estos métodos primigenios su fuerza y su significado.


Ahora es fácil ver entrenamientos funcionales que dejan de imitar las características profundas de los animales para imitar su forma anatómica de moverse. Seguimos en lo externo sin entender nada de lo interno. Entrenamientos de alto valor estético, sobre todo en el social media, con un valor tan efímero y temporal como resulta ser la anécdota que supone en un mar de breves estímulos súper maquillados.


La realidad de los sistemas tradicionales es holística. No son simples sistemas de defensa, Integran las repercusiones psicológicas y emocionales del conflicto. Contactan con el espíritu de la persona, que debe transformarse desde la observación de su propia realidad; ángel o demonio dependiendo del contexto, de la educación y del destino.


Los sistemas tradicionales obligan a mirar de frente a la responsabilidad de nuestro potencial. En qué podemos incurrir cuando nos excedemos y cómo gestionar humildemente las derrotas anticipadas; ver la realidad es una garantía de supervivencia a priori que las películas parecen haber enmascarado hasta límites insospechados.


Vemos cursos de armas de fuego en una sociedad que las prohíbe (por supuesto no me refiero a EE. UU., estamos en Europa). Se plantean entrenamientos de tipo militar para personas que trabajan en oficinas, quizá para que sientan sus músculos mientras comen palomitas viendo una serie de vikingos; la cama y el sueño posterior garantizan la fantasía épica que terminará a golpe de despertador a la mañana siguiente. Estamos quizá ahora más locos que nunca, si entendemos por locura una percepción distorsionada de la realidad.


La realidad de nuestro día a día quizá no es tan luminosa como la pantalla de nuestro smartphone. La expectativa de un like le resta importancia a la pregunta sincera y esperanzada de nuestro hijo sobre algo realmente importante. Quizá no nos damos cuenta pero estamos una gran parte del tiempo pendientes del soma que nos proporciona todo este sistema de inducción al que accedemos con gusto y pagando.


Espiritualidad, defensa personal, gimnasia, deporte, competición, arte o salud, todo se encuentra en una proporción interactiva adecuada en los sistemas tradicionales, que evolucionaron respondiendo a los riesgos y retos inherentes a la vida real.


Lo que hay ahora en exceso son cabezas llenas de fragmentos de películas, obras que habitan en nuestro recuerdo y que pretendemos emular en una ensoñación permanente hacia un futuro que nunca termina de ocurrir. Quizá este sea el mayor motivo que nos lleva a acudir semanalmente a las salas de entrenamiento: la pretensión de materializar nuestros sueños equivocados.


Por desgracia, creo que esta batalla está ya perdida de antemano cuando el desconcierto es tan grande. Cuando la inversión de lo natural está tan naturalizada, los valores tan deteriorados y transformados en pura imagen y economía y el ego, un ego desorbitado, va campando a sus anchas en un órdago de lenta y placentera autodestrucción.


Quizá es momento de reivindicar con más fuerza el poder de un todo organizado, que integra y que exige transformación a la persona para que aborde su enorme complejidad a través de un sistema que no se aparta de un punto para ir al otro. Un sistema que entiende que un poder de destrucción debe tener un poder paralelo de autocontrol y de conciencia de las consecuencias de nuestros actos.


Un poder que nos permite rebajar el miedo y la angustia ante la muerte y ante la vida, que nos relaja frente a la necesidad de que nos reconozcan, que nos ayuda a madurar moviendo las fichas a un ritmo que no tiene por qué ser el de un soldado o el de un místico; quizá tan solo el de un individuo esperanzado por saber quién es y cuál es su destino en la vida.


La práctica marcial tradicional es, sobre todo, un instrumento para abordar con seriedad estas dos cuestiones realmente trascendentales.


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