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Maestros y alumnos


«Cada niño debería tener en sus vidas un adulto que se preocupe por ellos. Y no siempre es un padre biológico o un  miembro de la familia. Puede ser un amigo o un vecino.

A menudo es un maestro.»


Joe Manchin

Cita sobre los maestros


La tradición marcial china ha heredado de la cultura social de su pueblo la configuración de las relaciones internas entre sus practicantes. Estas relaciones se han interpretado desde nuestra cultura occidental como una reminiscencia extrañamente tallada similar a un sistema feudal en términos de vasallaje.


Las épocas en las que se gestaron estos modelos marciales, la singularidad de los clanes que ostentaban la tradición, los modelos de práctica, el desarrollo de los sistemas, las fórmulas de transmisión y, por qué no señalarlo, el casi constante estado de guerra del pueblo chino hasta la constitución de la República Popular China en el año 1949, así como la posterior militarización de la población en su orden político, asentaron un modelo de relación interna entre estos clanes familiares muy similares a los de un régimen militar tradicional propio de la edad media.


Algunas de las premisas confucianas heredadas por la tradicional marcial aparecen en forma de jerarquía social vinculada al culto a los ancestros y una voluntad manifiesta de refinamiento utilizando como argumento y ejemplo a las leyes del cielo. Todo esto aparece como un referente moral que vincula y compromete al individuo con aquello que el cielo le ha encomendado para alcanzar la virtud general, una virtud que le posiciona por delante de los Xiaoren, término que podemos traducir como «pequeños hombres». Eco de estas premisas es el Wude (virtud marcial) que aglutina una serie de principios fundamentales que debe mantener el Wuxia (caballero marcial) que practica las artes marciales.



Esta necesidad de implantar la visión de la virtud en los modelos de relaciones sociales en las escuelas de las antiguas tradiciones marciales queda excluida, casi por completo, en los modernos sistemas denominados «marciales». La justificación de esta exclusión es muy variada.


En la relación maestro-discípulo nos encontramos con una dura crítica al anacronismo de unas relaciones serviles del alumno para con el maestro. En la relación entre los alumnos nos quedamos con la necesidad de establecer órdenes competitivos que fomenten la motivación de un alumno cuyo estado natural es la desmotivación. Si sumamos a estas justificaciones la integración, e identificación, de las artes marciales en el paquete ordinario de la mera práctica deportiva, el maestro se termina convirtiendo en colega entrenador, el hermano de práctica se convierte en el deportista a superar y el sagrado territorio de la práctica se convierte en un «gimnasio» en el que se combinan el espíritu de las antiguas tradiciones con sesiones de una nueva versión de gimnasias de moda inventadas para estimular el uso del producto comercial que representan.

"Los hombres se distinguen menos por sus cualidades naturales que por la cultura que ellos mismos se proporcionan." Confucio

Como artistas marciales debemos preguntarnos qué buscamos realmente con nuestra práctica. Todo lo que tenemos a nuestra disposición, instalaciones, profesores, compañeros, modelos y estilos, todo está realmente pendiente de nuestra interpretación y de nuestro deseo profundo de darles un sentido coherente.


El profesor no es un autónomo al que contratamos parte de su tiempo y pagamos para que nos instruya en los elementos que necesitamos para superar a los demás. No es un tendero y nosotros sus clientes. No es nuestra propiedad. Nos encontramos con una persona que nos entrega un momento de su vida en el que confluyen todos sus conocimientos y experiencias adquiridas tras muchos años de entrenamiento, lesiones, gastos enormes en formación, batallas personales por dedicarse a aquello que le dicta su naturaleza y responsabilidad con la materia que aborda.



Igualmente, el alumno que decide entrenar artes marciales no es un deportista o un mero aficionado. No aprendemos un arte tan difícil como resulta ser cualquier estilo tradicional, que nos exige una revisión a fondo de nuestros principios morales, físicos, mentales y espirituales, para ir por los circos dando saltos entre payasos y titiriteros, sin menospreciar estas dos respetables profesiones.


La espectacularidad visual de algunos estilos, así como su enfoque deportivo basado en una estética atractiva, confunden habitualmente a los testigos ocasionales del arte. El artista marcial crea una obra enorme dentro de sí mismo a través de la transmisión milenaria que aborda, y lo hace de forma repetida cada vez que pone un pie en su escuela. Olvida el universo entero para centrarse en la palabra que su maestro le regala como una píldora sagrada que le permita vislumbrar con exactitud la realidad de lo que pretende aprender.

La perfección del que imparte órdenes es ser pacífico; del que combate, carecer de cólera; del que quiere vencer, no luchar; del que se sirve de los hombres, ponerse por debajo de ellos. Lao Tse

El practicante de artes marciales decide asumir la vida, instante a instante, con un modelo espiritual de lucha incansable, de auto-superación ante las inevitables adversidades de la existencia y con la intención de preparar cada momento de su vida para ser plenamente consciente de él.


Cuando aprendemos a respirar, a organizar nuestras emociones, a colocar nuestras articulaciones y nuestros músculos en las posiciones que la técnica nos exige, cada vez que iniciamos estos procesos, estamos entrando en un mundo de regulación rigurosa de lo más profundo de nuestro ser. Estamos acercándonos a entender el sentido del instante presente como única realidad constatable de nuestro sentido vital.


En ese instante, nuestro compañero se convierte en el alma afín que nos ayuda a entendernos, lo hace a través de aquello que no podemos contemplar en nosotros mismos. Se convierte en el otro que sacrifica su mentira para centrarse en su verdad y aportar con ello la confortable camaradería de quien nos valora por similitud espiritual. Nuestro compañero acude a una cita a la que nosotros también acudimos y se centra en su búsqueda de la misma forma que nosotros lo hacemos. En ese instante, las diferencias entre él y nosotros no son más que palabras; el orden general de la sesión nos unifica como lo que realmente podemos llegar a ser gracias a la sabiduría del maestro que nos guía.


Ese maestro es el que se enfrenta a la dura tarea de plantear una realidad no virtual, el que establece una comunicación directa sin conexiones intermedias, el que nos invita a conocernos en realidad, sin imágenes falsas reproducidas de una película, el que nos muestra el sendero de la realidad que supone caer y levantarse para volver a caer y volver a levantarse sin que merme la sonrisa, con la convicción de que no hay forma más eficiente de avanzar.


Ese maestro está en nuestro interior, en lo más profundo de nuestra mente y de nuestro espíritu. Cuando reflejamos esa idea en la persona que nos enseña, le estamos dando tanto como ella nos da a nosotros. Lo estamos ayudando a ayudarnos, estamos viviendo la práctica con un sentido real y generoso, con una gran humildad y un amor profundo por la práctica que ha perdurado en los siglos.


Toda realidad parte de nuestra mente. Si dejamos que la inmundicia que inunda nuestra sociedad económica y superficial contamine la imagen que queremos tener frente a nosotros, la que dirige cada instante de una sesión de práctica, estaremos matando el sentido que nos guía, estaremos condicionando lo que queremos ver y escuchar, sin pararnos por un momento a pensar que el mensaje que nos llegue puede ser radicalmente nuevo para nuestros oídos, el mensaje y su significado.



A veces comprendemos que, por más que buscamos al maestro, sólo nos encontramos con personas normales. Esas simples personas que esperan a que cada uno de nosotros vea en ella esos elementos que realmente buscamos. En ese momento y en el momento en el que el maestro siente a sus alumnos con esta visión, él les regala la visión sincera de estar frente a un grupo de amantes de la vida y de la verdad, que no difieren en absoluto de los que abordaban el entrenamiento en cualquier clan familiar del siglo XVIII.


Nosotros tenemos el poder real de cambiar las cosas, siempre decidimos si creamos o destruimos, siempre podemos ser felices, pese a todo, o ser infelices ante todo.


Las relaciones entre los practicantes de una escuela, entre ellos y sus maestros, son el fruto de un compromiso personal, individual, no vinculado a egos o a dominios, no suscrito por terceros. Son un territorio sagrado en el que la generosidad común es capaz de generar un espíritu que brille por encima de la oscuridad que nos está cegando la vista. Como artistas marciales no competimos, no somos un espectáculo, no compramos o vendemos, no criticamos, no desfallecemos,… crecemos y lo hacemos cada vez que entre las luces y las sombras optamos por brillar.


Las artes marciales son un camino, un camino que recorreremos el tiempo que queramos, un camino que puede ser una guía útil para la vida y para el sentido de la vida. El maestro estará allá donde queramos verlo y nuestra condición de alumno o cliente dependerá absolutamente de nosotros y de nuestra capacidad de ser humildes, sinceros y justos. Quizá estas tres sean las únicas normas de relación reales que conforman el espíritu de las artes marciales tradicionales.

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