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Sin esfuerzo, sin responsabilidad y sin consecuencias.


«Debemos guardamos sin cesar de cuatro desviaciones del guía interior; y cuando las descubras, debes apartarlas hablando con cada una de ellas en estos términos: «Esta idea no es necesaria, esta es disgregadora de la sociedad, esta otra que vas a manifestar no surge de ti mismo.» Porque manifestar lo que no proviene de ti mismo, considéralo entre las cosas más absurdas. Y la cuarta desviación, por la que te reprocharás a ti mismo, consiste en que la parte más divina que se halla en ti, esté sometida e inclinada a la parte menos valiosa y mortal, la de tu cuerpo y sus rudos placeres.»


Marco Aurelio


Vivimos tiempos complicados para la mejora de la condición humana. Aunque nos cuentan que estamos en un proceso de mejora, y que la tecnología nos está posicionando en un cómodo estrato superior para la evolución humana, parece que el resultado está siendo inversamente proporcional a lo pretendido.


La aceleración de nuestras vidas está contagiada de los procesos de ganancia acelerados que proyectan los entregados por completo a su avaricia. Las grandes empresas no entienden de otra cosa que no consista en crecer, competir y destruir adversarios para poder ganar más. Un Yang eterno que transforma la realidad en algo sin sentido que transcurre en momentos que no terminamos de vivir realmente; no entiendo que no reaccionemos de ninguna forma ante esta destrucción masiva de nuestros propios presentes irreparables.


Nuestros jóvenes sufren colateralmente nuestra incapacidad para fijar un presente meditativo que nos devuelva la cordura. Víctimas de nuestra desaparición casi absoluta, se refugian en escenarios virtuales que les faciliten el calor emocional que nosotros hemos dejado de darles en nuestra ausencia casi permanente. Una extraña forma de ausencia presencial, justificada por lo social, que los ha condenado desde la infancia a la compañía emocional sustitutoria de smartphones, consolas o televisores.



Criticar el modelo es sencillo desde una posición irresponsable, es decir, en la que nada de lo que digamos o hagamos tenga el más mínimo efecto en este futuro desastre planificado desde el desconocimiento de la propia esencia del ser humano.


Nuestra única certeza es que nadamos en la mentira y en la hipócrita incoherencia de navegar las permanentes contradicciones entre la acción y el mensaje. Nos llega desde todos los sectores: político, comercial, educativo, religioso o moral. Corremos el riesgo de dejar de creer en nosotros mismos, como si el contagio subsiguiente a esta velocidad imparable fuese nuestro propio e inevitable descrédito.


El alma de las personas busca un sentido que se encuentra en un modelo de presencia real, esa en la que el pensamiento calculador deja paso a la razón pura de la auto percepción. Meditar es una forma de parar un rato a descansar lo superficial y permitir que emerja lo interior; una estrategia de contención para frenar este despropósito uniformemente acelerado.


Al meditar habitualmente acabamos viendo las cosas con cierta claridad incondicional. La interferencia de nuestra mente reflexiva, interpretando cada instante que pasa, no deja de ser un obstáculo que pinta de colores y formas preconcebidas aquello que tenemos justo enfrente de nosotros.



A veces pienso que estamos viviendo en un mundo prefigurado, un modelo vital en el que la realidad se virtualiza para poder controlar sus excesos, pero sin esfuerzo, sin responsabilidad y sin consecuencias. Una forma amable de comodidad que genera una equidistancia contraria a cualquier tipo de sobresalto improcedente. La práctica marcial nos pone frente a la realidad con una gran contundencia, una que a veces está repleta de estos tres elementos de los que nos libra el universo virtual que se está construyendo ahora mismo.


Esta catástrofe vital a la que nos dirigimos, se fundamenta en la productividad neta del individuo como engranaje de una maquinaria que se autodefine sin tenernos en cuenta. Parece que no debemos, o podemos, hacer nada que no sea cumplir planes u objetivos. La cultura del esfuerzo se refiere exclusivamente al trabajo, un esfuerzo cuyo beneficio acaba repercutiendo en aquellos que nos empujan a sangrar voluntariamente para bienestar de sus cuentas corrientes. No nos terminamos de realizar en profundidad, y acabamos siendo un producto que produce, como si de baterías humanas se tratara. Nunca pensé que la metáfora de la película pudiese ser cierta de una forma tan evidente.

Meditar es una forma de parar un rato a descansar lo superficial y permitir que emerja lo interior

Una parte de nuestro sentido real depende de vivir objetivamente la vida, de poder reflexionar sobre ella sin perspectivas, objetivos, planes ni programación en términos industriales. Levantarnos cada mañana y dejar de lado los bloques de tareas que el día nos pone por delante, entre otras cosas, nos aleja un poco de esa vida diseñada por otros para acercarnos a nuestra verdadera naturaleza biológica. Deshacer ocasionalmente el control necesario para mantener todo este teatro de lo aparente nos permite abordar lo que viene con cierto grado de incertidumbre, dejando con ello un espacio libre a la sorpresa y a la capacidad animal de adaptación que nace del enfrentamiento con lo imprevisible.


Ahora todo se torna previsible y por eso se acentúa la sensación de que el tiempo desaparece bajo nuestros pies a altas velocidades, casi como si nunca hubiésemos existido, como si nuestra existencia no tuviese una repercusión real para nada una vez terminadas las tareas obligadas. Todo parece tan distópico que cuesta creer que no hagamos nada al respecto.


Sin un sentido de orden superior, espiritual, lo social acaba convirtiendo a lo humano en víctima y culpable, enfermos deprimidos que justifican sus actos por una idea que no ha nacido de lo más profundo de la reflexión de su alma, sino de la conveniencia de un ente que no existe y que denominamos «grupo social». Una idea que se ha insertado en nuestras cabezas desde la primera instrucción que recibimos de pequeños. Esta depresión crece y se va posicionando como una verdadera plaga que nadie acierta a tratar.



Los números asustan cuando analizamos los síntomas de esta gran enfermedad de la auto estafa. La depresión afecta a más de 300 millones de personas en todo el mundo, siendo una de las enfermedades mentales más frecuentes. Tan solo en España hay más de dos millones de personas afectadas por esta lacra y seguimos mareando la perdiz de las soluciones. Creemos que un antidepresivo puede curar una herida que reabrimos a diario con nuestra propia irresponsabilidad, cuando en realidad solo tapamos un poco más la absurda realidad de nuestro día a día.


Necesitamos un eje, un punto de partida, un punto de apoyo y fuerza desde el que iniciar un cambio. Una transformación que nos permita ver las cosas desde otro punto de vista. Necesitamos ahondar en lo que significa la experiencia vital para ver que esta no está acelerada, que requiere el recreo temporal que todo escenario se merece para sentirlo realmente. Que necesita de la pausa y de la observación, sin objetivos, para poder ver las cosas tal y como son. Necesitamos aprender a meditar correctamente y entregarnos ocasionalmente a esa práctica reparadora del alma, bien sentados observando sin acción o en mitad de la intensidad de un combate, dos polos de un mismo vacío.

Corremos el riesgo de dejar de creer en nosotros mismos, como si el contagio subsiguiente a esta velocidad imparable fuese nuestro propio e inevitable descrédito.

Necesitamos descansar de la auto explotación inducida y dejar de lado todo aquello que nos empuja a virtualizar nuestra vida, a digitalizarla. Podemos escuchar nuestro cuerpo, sentir sus sensaciones, atender a nuestras pulsiones y comprender nuestros deseos más profundos mucho mejor que una simple pulsera digital en nuestras muñecas.


El alma no permite testeos externos. No puede transferir su responsabilidad a un artilugio que solo sirve para engañar a nuestro presente y alimentar el futuro de otros, los que viven a costa de nuestra inconsciencia. No podemos dejar nuestra vida en manos de nadie, debemos y podemos ser nosotros mismos aquí y ahora. Esta es la propuesta de las artes marciales del siglo XXI, mantener intacto un espíritu que fundamente la vida y que impida que lo biológico se convierta en mecánico y que lo profundo se transforme en un mero exotismo más que vender.


Tan solo se trata de eso, de encontrar el punto central lo suficientemente sólido para que nuestro espíritu se proyecte a través de ese eje consolidado. Solo así podremos vivir la vida afrontando sus presentes sin referencias y descartando todo aquello que acentúe la necesidad de correr para no terminar de llegar nunca a ninguna parte.


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